De opis y bicicletas

Ocho años hace.

Yo aun vivo en Banfield, donde pasé la mayor parte de mi vida. Seis años en Adrogué viví, cinco meses en Châtenay-Malabry, al sur de Paris, y cinco en Plaça del Centre, en Barcelona. El resto en Banfield. Vecino de Cortazar fui. Como 30 años antes de que yo pisara Banfield él ya se había mudado a Paris, pero me gusta pensar que fuimos vecinos. Después de todo, hizo relatos acerca de mi calle, que era la suya.

[Influencias de mi madre, que hicieron que me apasionara leerlo, y que provocaron esta jactancia de su vecinazgo: enorgullecerme de mi calle por haber sido la suya, como si el solo hecho de habitar a cien metros de su morada me representara un beneficio espiritual, prosístico o inspirativo.]

Tanto más fácil habría sido que se jugara en Porto Alegre. Ocho años de esfuerzo solícito inútil. Pero claro, lo de Porto Alegre era una utopía. No entiendo siquiera como se permitieron pensar que era factible.

Brasileños, argentinos, paraguayos y, contra todos los pronósticos, uruguayos, y un puñado de extranjeros. Eso iba a ser todo. Público nunca más atinado. Pero no. Los sueños insostenibles se truncan. Las mentes engañadas por sus propios deseos terminan lamentando sus fantasías. ¿A quién se le ocurre que iba a ser posible?

Al principio me sentí defraudado, cuando lo supe. Pero después entendí que así habría de ser. De Porto Alegre a Sevilla. Ahora serían gitanos, moros y guiris las mayorías. Los sudacas seríamos el puñado.

Banfield es de esos pueblos secundarios que forman parte de la masa urbana de Buenos Aires, como una prolongación de la misma ciudad, aunque gran cantidad de calles están todavía empedradas en adoquines y no hay demasiados edificios. Uno encuentra garitas de seguridad prácticamente en cada esquina. Las casas tienen rejas y no se ven chicos en bicicleta en el verano, como cuando yo era chico. Los nenes de la cuadra ya no pasan el día en la calle hasta que sus madres los llaman a gritos para cenar; no acaban la cena y salen nuevamente hasta que el opi no pueda diferenciarse de la bolita vecina, ya bien entrada la noche. No juntan maderas de cajón de manzanas para construir la casa Hambow sobre el plátano español más dócil de la cuadra. Ya no. Los ha invadido la inseguridad. Banfield ya no es lo que era, y sin embargo es un barrio apacible y pintoresco.

Ya estaba yo ubicado en mi platea cuando entre la multitud me pareció divisar su cabellera, unas filas más adelante. Una más de esas innumerables veces en que un parecido o un aroma engañaba a mis sentidos, como cuando caminando por una combinación entre los subtes C y B sentí el Flower by Kenzo inconfundible, imaginé. No podía estar seguro de que fuera una ilusión o de que realmente se tratara de ella. Estaba yo en su tierra, después de todo.

En los estadios españoles existen más excusas para levantarse de la butaca que ir a un baño mugriento. Vi que hacía un ademán a su hijo, como indicándole que no se separara de su padre, que ella volvería pronto, mientras se levantaba de su asiento. Pidió disculpas a sus vecinos a medida que iba acercándose a la escalinata, y se dirigió hacia la salida que comunicaba con el hall principal de la visera. Me apresuré hacia la escalera y la seguí. Se me antojó pidiendo un pa amb tomàquet en el puesto de sándwiches, aunque ya en el hall la vi en la fila del baño de damas, que al parecer era unipersonal. No podía estar seguro aún de que fuera ella. Pedí un cigarrillo a una andaluza que me miró con cara de odio, pero accedió mientras refunfuñaba algo inentendible. Hacía seis años que no fumaba pero sentí una intensa necesidad de encender un pitillo. Le pedí fuego a la misma andaluza y me apoyé contra una pared de mármol oscuro, a escasos cinco metros en frente del baño. Fumé mientras esperaba que saliera. Quería verla de frente.

Ocho años hace.

Ella vivió en Gracia y Bellaterra, Barcelona; quién-sabe-dónde en Madrid; y algún barrio de Londres que desconozco. Tal vez haya estado por otro lado entre tanto; hace ocho años que no se de ella más que dos palabras anuales de teléfono descompuesto.

Me agrada imaginarla con sus perros y su hijo. No sé por qué sólo visualizo un hijo, probablemente de nombre catalán o inglés, o tal vez ruso. [Algunos nombres pierden su noción gentilicia. ¿Nina es catalán o ruso?]. La percibo feliz. Su marido correcto la despide cada mañana en bata, mientras ella toma el paraguas bordó que hace juego con su traje, y dispara a la parada del autobús sosteniendo sus pelos aplastados en un rodete ficticio.

Sobre el escritorio un lapicero, una agenda y una foto de su niño, secundan un teclado de botones rasgados, que sufren (disfrutan) la pasión que ella vierte en su trabajo. En el cristal de un reloj moderno de mesa se refleja una sonrisa inmensa, que infla sus mejillas e ilumina sus ojos, volviéndola difícilmente imperceptible.

El humo se colaba entre mis ojos y las gafas oscuras. No suelo usar anteojos, ni de estos ni de los otros. Ni siquiera los llevo encima normalmente. Se me había dado por hacerlo, y ahí estaba, escondiéndome tras ellos. El cigarrillo temblaba en mi mano, el humo haciendo figuras azarosas. Mi mirada estaba fija en la puerta del baño, y entonces vi salir aquella figura vestida de jeans y remera, un rostro de mujer de colores ostentosos en el pecho, y sus pelos peinados a los apurones con las manos frente al espejo de un baño público. Dejé que se alejara unos metros, delante mío, y regresamos a nuestras butacas. El altoparlante anunciaba la presencia del 19 argentino, entre otros, y el estadio se volvió un estruendo único.

Nunca conocí Gijón. Allí viven sus padres y su tía, a quienes tampoco conocí, aunque me habría gustado. Solía soñar que me aparecía en el pueblo, y pedía referencias a los ancianos, pues sólo concebía gijoneses ancianos. En un bar de luces tenues y pisos pegajosos de sidra la ventana era marco de un cuadro de mar. Dos abuelos casi ciegos balbuceaban asturiano mientras uno mezclaba la baraja y el otro alzaba la botella. Repeticiones y un mayor esfuerzo auditivo me conseguían algún dato puntual. Golpeaba a la puerta y me quedaba mudo mirando a su madre a los ojos, y sin pronunciar palabra ella asentía con la vista y me invitaba a pasar.

No lograba soñar el desenlace. Al despertar imaginaba una charla muda, triste, la madre y la tía en un sofá y yo en un sillón de un cuerpo. Los tres, las espaldas encorvadas y un pocillo de café en la mano. La imagen aquí se detenía y no había forma de darle conclusión.

A su padre no lograba incluirlo en el sueño dormido ni en el despierto, supongo, producto de un concepto sesgado.

Su hijo lucía una senyera pintada en el rostro. Lo ví exaltado, acompañando las arengas de sus padres, sordas en el bullicio imperante. Imaginé su acento madrileño viciado de catalán y porteño vitoreando al pequeño maravilla: "¡Venga, carajo! ¡Píntales la cara, nen!", y no pude más que sonreir.

El Parque de María Luisa es imponente. No más que el de Sceaux en las afueras de París, ni que el de la Ciutadella o el Güell en Barcelona, pero habiendo pasado los últimos años en mi gris Buenos Aires, lo más cercano que puedo visitar a estos parques son los de Palermo con sus lagos mugrientos de basura flotante y autos robados en el fondo.

Un quiosco magnífico se erige a orillas de uno de los lagos, con arcos de herradura sosteniendo su cúpula venida a menos por la inclemencia de los años y la falta de mantenimiento. Bajo el templete me siento a leer un libro malo que tomé de prestado en el hotel, aprovechando la paz que reina en el parque en una tarde de miércoles de verano. El domingo, es común, el parque se volverá un hormiguero de gente entre vendedores de viandas, tomadores de mate, acróbatas, instrumentistas, deportistas amateurs y transeuntes. Este quiosco se llenará de purretes que alimentarán a los patos y gritarán sus diversiones y agravios mientras sus madres charlan con las de sus compañeros a algunos metros.

El partido transcurría de manera vibrante. Eso indicaban la marejada de abucheos y arengas que me rodeaban. La multitud enardecida disfrutaba el espectáculo mientras yo no podía despegar mi vista de estas gentes. Cada gesto, cada movimiento acaparaba mi atención. No podía siquiera desviar la vista. En el fondo de mi campo visual adivinaba, borrosa, la cancha. El paso acelerado de algún punto de color intentaba distraer mi concentración, pero el esfuerzo era en vano.

El libro habla sobre las naciones españolas y sus costumbres. Me hace gracia leer el capítulo catalán, a ver en qué coincide con mi perspectiva de este pueblo. Narra historias de exiliados catalanes en las gemelas Buenos Aires y Montevideo, y me pone la piel de gallina.

Cuenta que la Font de Canaletes tiene sus hermanas en la Plaza Catalunya de Buenos Aires y en la explanada de la Intendencia de Montevideo. La edición ha de ser vieja, pues el autor desconoce que esta última ha sido trasladada a la zona del Mercado del Puerto, frente a la marisquería El Peregrino.

Resulta extraño que a pesar de vivir en Buenos Aires haya visto más veces las fuentes barcelonesa y la montevideana. Al final de cuentas uno es extraño en su propia ciudad. Suelen conocerse mejor las ciudades en las que uno pasa períodos acotados de tiempo que en la que ha vivido toda una vida.

Imagino cómo pasará el día este pequeño. Madrugará para ir a la escuela. La madre le prepará el desayuno, le dará un beso en la frente y se irá. Su padre lo acompañará hasta la puerta de la escuela, le dará un beso en la frente y no se apartará hasta que el niño haya atravesado el umbral. Volverá a casa de tarde, de la mano de su padre, tomará su merienda, y al cabo de sus dos horas diarias permitidas de PlayStation hará sus deberes escolares. Perderá la noción del tiempo frente a la computadora hasta que su madre lo llame a gritos, que la cena está servida.

Decido cerrar el libro, pues el roce del pulgar contra el papel me genera escalofríos. La edición es muy mala: hojas lánguidas y rugosas entre tapas de cartón mediocre.

Ojalá fuera domingo, así habría alguien a quien pedir un cigarrillo. No es que vaya a agarrar nuevamente el vicio. Tan solo es uno para pasar el rato.

Me apoyo sobre la baranda de piedra del gacebo con ambas manos y observo el panorama. La sábana de agua perfectamente tendida se arruga de repente con el salto de un pez.

Esta noche emprendo la vuelta. Mañana estaré en mi Banfield de garitas y adoquines. Y tal vez pueda ver a un nene andando en bicicleta de esquina a esquina mientras su madre observa desde la vereda de su casa. La semana que viene quizás visite la fuente de la Plaza Cataluña, para equiparar la balanza.

Aún recuerdo que mi madre solía acompañarme hasta cuadra y media del colegio, un poco para no caminar tanto, otro poco para que yo me sintiera mayor, caminando ese trayecto por mi cuenta. Cuando ya llevaba uno o dos años en la escuela, me iba sólo todo el tramo, mientras ella me seguía con la mirada desde la esquina de casa hasta perderme de vista.

Volvía a casa con mi hermana y más gentes. Se iba perdiendo la troupe en el camino, aunque siempre había un pobre que vivía más lejos y continuaba caminando sólo. Me quitaba el uniforme -o no, lo cual hacía rabiar a mi madre, sobre todo cuando tenía que coserme los pitucones-, tomaba la leche, hacía la tarea, y me largaba a la calle a treparme a árboles con los vecinos o al partido de bolita nuestro de cada día. No fui un jugador acérrimo, pero mi colección de canícas era interesante. Aún la conservo en mi bolsa roja de lebkuchen, esa que nos daban a los chicos en la cena de navidad del Club Alemán.

El pitazo final había marcado el triunfo argentino. Una barrera de gente se alzó y entorpeció mi visión y debí pararme yo también para no perderlos de vista. Seguí con la mirada las cabelleras enrulada y la de su compañero, mientras bajaban la escalinata con el paso entorpecido. No podía ver la del nene, su corta estatura lo impedía. El sumidero de la salida recibía la marea de gente e imaginé un remolino que englutía los cuerpos. El abismo me hizo perderlos de vista. No había caso en acelerar el paso, sería imposible alcanzarlos con la mirada nuevamente.

Salí del estadio y decidí que tomar cualquier transporte sería una locura. Me dispuse a caminar entonces en dirección al río. A la altura del Parque de María Luisa decidí hacer una pausa para descansar y disfrutar mis últimas horas en Sevilla.

               

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