Nunca conocí Gijón. Allí viven sus padres y su tía, a quienes tampoco conocí, aunque me habría gustado. Solía soñar que me aparecía en el pueblo, y pedía referencias a los ancianos, pues sólo concebía gijoneses ancianos. En un bar de luces tenues y pisos pegajosos de sidra la ventana era marco de un cuadro de mar. Dos abuelos casi ciegos balbuceaban asturiano mientras uno mezclaba la baraja y el otro alzaba la botella. Repeticiones y un mayor esfuerzo auditivo me conseguían algún dato puntual. Golpeaba a la puerta y me quedaba mudo mirando a su madre a los ojos, y sin pronunciar palabra ella asentía con la vista y me invitaba a pasar.
No lograba soñar el desenlace. Al despertar imaginaba una charla muda, triste, la madre y la tía en un sofá y yo en un sillón de un cuerpo. Los tres, las espaldas encorvadas y un pocillo de café en la mano. La imagen aquí se detenía y no había forma de darle conclusión.
A su padre no lograba incluirlo en el sueño dormido ni en el despierto, supongo, producto de un concepto sesgado.
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