El Parque de María Luisa es imponente. No más que el de Sceaux en las afueras de París, ni que el de la Ciutadella o el Güell en Barcelona, pero habiendo pasado los últimos años en mi gris Buenos Aires, lo más cercano que puedo visitar a estos parques son los de Palermo con sus lagos mugrientos de basura flotante y autos robados en el fondo.

Un quiosco magnífico se erige a orillas de uno de los lagos, con arcos de herradura sosteniendo su cúpula venida a menos por la inclemencia de los años y la falta de mantenimiento. Bajo el templete me siento a leer un libro malo que tomé de prestado en el hotel, aprovechando la paz que reina en el parque en una tarde de miércoles de verano. El domingo, es común, el parque se volverá un hormiguero de gente entre vendedores de viandas, tomadores de mate, acróbatas, instrumentistas, deportistas amateurs y transeuntes. Este quiosco se llenará de purretes que alimentarán a los patos y gritarán sus diversiones y agravios mientras sus madres charlan con las de sus compañeros a algunos metros.

               

Artículos más recientes