Las flotas de papel se encontraron en altamar. Las profundidades del océano apenas atinaron a intimidar a las potentes embarcaciones. Aguas tranquilas, apacibles en otros ratos, vivieron en ese momento su instante de terror. Ninguna alcanzó a salvarse. Unas, víctimas de cañonazos certeros de sus enemigos, otras, de la desesperación de sus tripulantes. Pero la última, la "victoriosa", se rindió a los pies del dios todopoderoso, quien la tomó con su mano derecha, la aplastó cual si fuera una mosca, y al cesto de basura la arrojó. Las almas moribundas de sus contrincantes esbozaron una tímida sonrisa, y se incineraron a la par, mientras el pequeño Evaristo, con sus ojos iluminados, admiraba la hoguera con pasión. Luego entró su madre y el sermon que le dio, Evaristo jamás lo olvidó.

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