El tiempo apremia sin cesar. Y aunque a veces vaya lento, siempre termina yendo a velocidades supersónicas, cuando uno menos se lo espera. Y es como la teoría del caos, donde el más mínimo cambio de entorno puede generar grandes consecuencias a largo o corto plazo. Uno se fija expectativas, y con ellas metas, que anhela alcanzar, y hace todo lo terrenalmente posible para concretarlas. Pero a veces, la velocidad del tiempo, en conjunto con uno de esos pequeños cambios de los que hablamos, hacen que esas metas queden más lejos de lo pensado, inalcanzables, remotamente perdidas. Y así, las expectativas mueren. Se pierde la esperanza.
Está claro que a veces esos cambios pueden ser para mejor, y en general se notan las diferencias ocasionadas por ellos especialmente si su presencia tiene un efecto positivo en la aceleración de los proyectos, a pesar de la paradójica naturaleza conformista humana, que se empecina en no percibir los cambios para bien.
Pero este no es el caso, sin dudas. Aquí es cuando se ha producido un desvío, que si tiene alguna consecuencia favorable, no se ve ni las más remota señal de que vaya a producirse en el cercano plazo. Aquí es cuando la tristeza profunda se adueña del cuerpo, y uno se pregunta por qué a veces la vida puede ser tan injusta.

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